miércoles, 27 de junio de 2012

El rol de los padres


Una de las claves para que los padres contribuyan a reforzar la autoridad docente es mostrarse coherentes con la palabra del maestro.
Los especialistas coinciden: pocas cosas debilitan más la autoridad docente que las críticas o descalificaciones de los padres.
Pero no basta con preservar la coherencia y simplemente asentir a lo que el docente decida. También es necesario que los padres se muestren comprometidos con la educación de los chicos: un compromiso que implica estar dispuestos a involucrarse y a ponerse del lado del docente, incluso cuando los chicos pretendan una complicidad incondicional.
Por eso los padres son aliados fundamentales. No se puede entender la autoridad como si fuera exclusivamente una responsabilidad individual de cada docente. La construcción de una autoridad sólida requiere que los docentes involucren a los padres, pero también a los alumnos, las autoridades y la comunidad en general en esa construcción.

Construir la autoridad



El dominio de los contenidos y el conocimiento de las estrategias más eficaces de enseñanza por parte de profesores son necesarias, pero no suficientes para que pueda realizarse una tarea docente con éxito.

El diálogo con los estudiantes aparece como una herramienta clave a la hora de construir la autoridad. Y es que la autoridad surge de un vínculo, y todo vínculo tiene un ida y vuelta. La coherencia es otro factor clave: los chicos parecen estar pendientes de las actitudes de los docentes y de cómo estas se corresponden con su discurso. 

Una de las claves para construir autoridad es lograr el delicado equilibrio entre afecto y distancia. Los docentes encuentran hoy en las aulas a estudiantes que demandan conocimiento, pero también cariño. Esa dosis necesaria de afecto, sin embargo, no debería hacerles perder de vista a los chicos que el docente no es uno más.

Autoridad y Docencia


En el terreno educativo la autoridad está por todos lados. Se la rechaza, se la teme o se la desea, se lamenta o se combate, se afirma que faltan autoridades o que sobran, se denuncian sus excesos o su mesura. Esta rara omnipresencia de la autoridad en el campo problemático de la educación exige sistematizar el análisis de sus rasgos predominantes.
La autoridad es un vínculo emocional, relación que para formularse requiere una dosis necesaria de imposición. No hay autoridad sin imposición, como tampoco hay relación pedagógica sin autoridad. La imposición que constituye toda enseñanza o toda voluntad de educa, se basa en la autoridad.
La autoridad implica una voluntad de provocar algo en el otro, suscitar o influir.
Los diagnósticos pedagógicos que lamentan la pérdida de respeto y de autoridad, suelen confundir temor con autoridad que no siempre es intercambiable.
                La fantasía de un mundo sin autoridad entraña riesgos: en el fondo, el de un mundo sin conexión. Un mundo plenamente autónomo, casi psicótico. Un mundo en el que unos no advierten el estado de los otros. Un mundo de auto engendrados. La individualización de la acción y las formas del narcisismo contemporáneo suponen un problema en el vínculo de la autoridad.
                Las imágenes de la escuela como un lugar violento se han multiplicado recientemente en los medios y en la opinión pública. Así los padres y docentes suelen estar razonablemente de acuerdo en que la escuela es conflictiva. Si bien la génesis de esta conflictividad se revela como sumamente compleja, creemos que buena parte de su dinámica puede explicarse haciendo referencia a la noción de autoridad y al modo en que la misma se pone en juego en el marco de los conflictos escolares.
                De acuerdo con Gabriel D. Noel:
“La autoridad es una relación y una construcción de todos los actores implicados en ella, más que una imposición unilateral y automáticamente efectiva de una instancia dominante sobre una subordinada”

La construcción de la autoridad en la escuela


George STEINER, Lecciones de los maestros

“Enseñar bien es ser cómplice de una posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño exasperante de la última fila tal vez escriba versos, tal vez conjeture el teorema que mantendrá ocupados a los siglos”.

La historia nos ha hecho desconfiar del término “autoridad” cuando se lo aplica a temas educativos. Rápidamente se desliza hacia autoritarismo, y desata recuerdos e imágenes desagradables, silencios obligados y hasta humillaciones diversas. En estos casos, la autoridad pedagógica aparece pura y exclusivamente como un acto de imposición absoluta, omnímoda y omnipotente, “porque lo digo yo”, sin ningún lugar a un por qué, a una explicación, a un diálogo.  Como todo, esta situación tiene un origen histórico. En la modernidad comenzó el proceso de diferenciación de las edades, y el colectivo «infancia» -y más tardíamente “juventud”- fue separado del de los mayores. Así, se aportó a la construcción de su especificidad diferenciándola de la adultez. Los menores fueron comprendidos como seres incompletos, lo que los convirtió en sujetos que debían ser educados en instituciones específicas. Se construyó un sujeto pedagógico, el “alumno”, y se lo volvió sinónimo de infante normal. Desde entonces, educar fue completar al niño para volverlo adulto, lo que llevó a una infantilización de todo aquel que, en cualquier circunstancia, ocupara el lugar de alumno (por ejemplo el adulto analfabeto, o  el adulto que se forma o capacita para 
trabajar como docente).

Aquí, la autoridad aparece como un dato natural y evidente, que determina fuertemente el lugar del educador (las generaciones adultas) y del educando (las que no están todavía maduras para la vida social) prioritariamente tomados por los adultos y los infantes respectivamente. Partiendo de una separación absoluta entre los sujetos intervinientes, se construyó así una figura docente sin fisuras, que debía constituirse en ejemplo -físico, biológico, moral, social, epistémico, etc.- de conducta a seguir por sus alumnos. El alumno es el sujeto definido como incompleto, imposibilitado de responsabilizarse por sus actos, sobre el cual el docente está habilitado a ejercer su autoridad. 

Así, docente y alumno aparecen como las únicas posiciones de sujetos educativos posibles. El maestro se presenta como el portador de lo que no porta el alumno, y el alumno -construido sobre el infante- no es comprendido nunca en el proceso pedagógico como un «igual» o «futuro igual» del docente, sino indefectiblemente como alguien que siempre –aun cuando haya concluido la relación educativa- será menor respecto del otro miembro de la díada.

La desigualdad era la única relación habilitada entre los sujetos, negándose la existencia de planos de igualdad o de diferencia. Esto estimuló la construcción de mecanismos de control y continua degradación hacia el subordinado: «el alumno no estudia, no lee, no sabe nada». Cabe agregar, finalmente, que esta relación se repite entre el docente y sus superiores. La autorización sigue un camino jerárquico de un solo sentido, donde los ya autorizados autorizan a los nuevos. Al respecto, un profesor puede decir: “A mí no me tienen que autorizar mis alumnos porque ya me autorizaron mis docentes”, basándose en la comprensión del proceso educativo como una operación mediante la cual los ya-Completos completan a los aún-Incompletos.

De esta forma, el profesor se funde en la Autoridad. Esta situación se materializaba en la obtención “de una vez y para siempre” del título habilitante. Su tenencia autorizaba al portador a enseñar, y era dado y controlado monopólicamente por el propio aparato escolar con una fuerte intervención estatal. El “título habilitante” marcaba una clara línea divisoria y establecía una jerarquía de autoridad entre quienes habían sido formados por las instituciones autorizadas y quienes podían ejercer la docencia de manera transitoria hasta tanto el cargo fuera cubierto por alguien con autoridad plena. 

A lo largo del siglo XX fueron apareciendo otras críticas a la concepción de la autoridad como imposición. La mayoría de ellas se refirieron al lugar que se daba al alumno en tanto sujeto sobre el que se aplica una autoridad decidida y ejercida por otros. Y en los últimos años la llegada de las teorías empresariales al campo educativo parece haber fundido el concepto de Autoridad en el de Control de Calidad. La escuela ha perdido su poder de autolegitimación como espacio educativo, como institución que tiene algo específico y distinto que decir y ahora son los sujetos consumidores (los alumnos, la comunidad) quienes en última instancia 
la autorizan en función de la satisfacción de sus demandas. En consonancia con esto, las políticas reformistas de los ’90 caracterizaron a los modelos previos como “gestión burocrática” ejemplificados en currículum centralizados que no se aplican o se aplican mal. Uno de los modelos que se contrapone es el de la “gestión por resultados” mediante definición de estándares.


Junto a esto, la autoridad “vitalicia” que otorgaba la tenencia de un cierto capital institucional -ejemplificado en el título habilitante- comenzó a ser cuestionada. Por ejemplo, en los últimos años se ha introducido en América Latina la discusión sobre las carreras docentes, en cuyo marco se tensiona la idea de que sea el título y la antigüedad -es decir, la acumulación de experiencia reconocida bajo la forma del “ascenso” y de aumentos de salarios- la forma principal del reconocimiento de la trayectoria profesional. Asistimos entonces a la intensificación de los requisitos de capacitación y de actualización profesional y, más recientemente, a las propuestas que insisten en la necesidad de que los docentes se sometan a evaluaciones periódicas. En la misma línea se encuentra la tendencia a asociar carreras docentes a los resultados en los aprendizajes de los alumnos. La autoridad vitalicia que se consolidaba e incrementaba por el paso del tiempo es suplantada por una noción de autoridad que debe ser validada y renovada periódicamente, lo que en algunas propuestas implica someterla a criterios externos como es el cumplimiento de “estándares” para los docentes y para los alumnos. 


Ninguna de estas dos respuestas nos convencen. En debate a la vez con la concepción “natural” de la autoridad y con aquellas que provienen del neoliberalismo y sus discursos asociados basados en la “atención de los intereses de los alumnos” y la “satisfacción de las demandas de la comunidad”, proponemos nuevas formas de autoridad docente que se piensen como forma de autorización. El docente debe hacerse cargo de su ineludible ejercicio de autoridad para la concreción del acto educativo, y la escuela debe volverse un lugar autorizado pero no autoritario que no disuelva las asimetrías sino que las vuelva motor de trabajo, y las ponga en diálogo y fricción con las otras formas de relación (igualdad, diferencia, autonomía) entre alumnos y maestros. creemos que el docente debe ser alguien que se sienta autorizado a serlo, y como tal, sentirse capaz a su vez a autorizarles mundos a sus alumnos.


De acuerdo a esto, como sostiene el epígrafe de Steiner, la mejor forma de autorización es la que se desprende de creer que el acto educativo vale la pena, y que puede inaugurar condiciones inesperadas. Así, si en las primeras clases es lícito que el docente determine qué enseñar en uso de su autoridad pedagógica, debe ser un fuerte objetivo que a lo largo del desarrollo del curso se expliquen los porqués, y a su vez aceptar que los alumnos pueden comprenderlos, pero no necesariamente compartirlos. Y que también, en este último caso, no necesariamente el docente debe modificarlos. En ese juego irreductible de posiciones y sujetos, los habremos autorizado a crecer. Y lo habremos hecho nosotros también.








Este artículo fue extraído de la siguiente revista. Me pareció muy interesante compartirlo.

martes, 26 de junio de 2012

¿Qué es la autoridad?


Según la definición del Diccionario de la Lengua, la autoridad es: “Potestad, facultad. Poder que tiene una persona sobre otra que le está subordinada. Persona revestida de algún poder o mando”.
La palabra autoridad es un término con pluralidad de significados: autoridad puede ser una persona, una cualidad de una persona, o bien una relación interpersonal.  A su vez en el lenguaje habitual se la confunde con poder y también con su exceso (el autoritarismo) y casi siempre se la asocia a la obediencia, la disciplina y los castigos, conceptos cercanos a la autoridad, pero distintos.
Esta confusión conceptual ha llevado  a algunos educadores a pensar que “quienes recurren a la autoridad son unos incapaces que no saben enseñar”. Tener autoridad conlleva a tener prestigio profesional, que en el caso del profesor significa “saber enseñar”. La autoridad es algo propio, no se recibe de nadie, ni puede delegarse en nadie, por lo tanto nadie puede darle autoridad a un profesor, la autoridad de un profesor es fruto de su estudio, de su esfuerzo, de su trabajo personal, de sus actitudes, y de su comportamiento, tanto dentro como fuera del aula.