miércoles, 27 de junio de 2012

La construcción de la autoridad en la escuela


George STEINER, Lecciones de los maestros

“Enseñar bien es ser cómplice de una posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño exasperante de la última fila tal vez escriba versos, tal vez conjeture el teorema que mantendrá ocupados a los siglos”.

La historia nos ha hecho desconfiar del término “autoridad” cuando se lo aplica a temas educativos. Rápidamente se desliza hacia autoritarismo, y desata recuerdos e imágenes desagradables, silencios obligados y hasta humillaciones diversas. En estos casos, la autoridad pedagógica aparece pura y exclusivamente como un acto de imposición absoluta, omnímoda y omnipotente, “porque lo digo yo”, sin ningún lugar a un por qué, a una explicación, a un diálogo.  Como todo, esta situación tiene un origen histórico. En la modernidad comenzó el proceso de diferenciación de las edades, y el colectivo «infancia» -y más tardíamente “juventud”- fue separado del de los mayores. Así, se aportó a la construcción de su especificidad diferenciándola de la adultez. Los menores fueron comprendidos como seres incompletos, lo que los convirtió en sujetos que debían ser educados en instituciones específicas. Se construyó un sujeto pedagógico, el “alumno”, y se lo volvió sinónimo de infante normal. Desde entonces, educar fue completar al niño para volverlo adulto, lo que llevó a una infantilización de todo aquel que, en cualquier circunstancia, ocupara el lugar de alumno (por ejemplo el adulto analfabeto, o  el adulto que se forma o capacita para 
trabajar como docente).

Aquí, la autoridad aparece como un dato natural y evidente, que determina fuertemente el lugar del educador (las generaciones adultas) y del educando (las que no están todavía maduras para la vida social) prioritariamente tomados por los adultos y los infantes respectivamente. Partiendo de una separación absoluta entre los sujetos intervinientes, se construyó así una figura docente sin fisuras, que debía constituirse en ejemplo -físico, biológico, moral, social, epistémico, etc.- de conducta a seguir por sus alumnos. El alumno es el sujeto definido como incompleto, imposibilitado de responsabilizarse por sus actos, sobre el cual el docente está habilitado a ejercer su autoridad. 

Así, docente y alumno aparecen como las únicas posiciones de sujetos educativos posibles. El maestro se presenta como el portador de lo que no porta el alumno, y el alumno -construido sobre el infante- no es comprendido nunca en el proceso pedagógico como un «igual» o «futuro igual» del docente, sino indefectiblemente como alguien que siempre –aun cuando haya concluido la relación educativa- será menor respecto del otro miembro de la díada.

La desigualdad era la única relación habilitada entre los sujetos, negándose la existencia de planos de igualdad o de diferencia. Esto estimuló la construcción de mecanismos de control y continua degradación hacia el subordinado: «el alumno no estudia, no lee, no sabe nada». Cabe agregar, finalmente, que esta relación se repite entre el docente y sus superiores. La autorización sigue un camino jerárquico de un solo sentido, donde los ya autorizados autorizan a los nuevos. Al respecto, un profesor puede decir: “A mí no me tienen que autorizar mis alumnos porque ya me autorizaron mis docentes”, basándose en la comprensión del proceso educativo como una operación mediante la cual los ya-Completos completan a los aún-Incompletos.

De esta forma, el profesor se funde en la Autoridad. Esta situación se materializaba en la obtención “de una vez y para siempre” del título habilitante. Su tenencia autorizaba al portador a enseñar, y era dado y controlado monopólicamente por el propio aparato escolar con una fuerte intervención estatal. El “título habilitante” marcaba una clara línea divisoria y establecía una jerarquía de autoridad entre quienes habían sido formados por las instituciones autorizadas y quienes podían ejercer la docencia de manera transitoria hasta tanto el cargo fuera cubierto por alguien con autoridad plena. 

A lo largo del siglo XX fueron apareciendo otras críticas a la concepción de la autoridad como imposición. La mayoría de ellas se refirieron al lugar que se daba al alumno en tanto sujeto sobre el que se aplica una autoridad decidida y ejercida por otros. Y en los últimos años la llegada de las teorías empresariales al campo educativo parece haber fundido el concepto de Autoridad en el de Control de Calidad. La escuela ha perdido su poder de autolegitimación como espacio educativo, como institución que tiene algo específico y distinto que decir y ahora son los sujetos consumidores (los alumnos, la comunidad) quienes en última instancia 
la autorizan en función de la satisfacción de sus demandas. En consonancia con esto, las políticas reformistas de los ’90 caracterizaron a los modelos previos como “gestión burocrática” ejemplificados en currículum centralizados que no se aplican o se aplican mal. Uno de los modelos que se contrapone es el de la “gestión por resultados” mediante definición de estándares.


Junto a esto, la autoridad “vitalicia” que otorgaba la tenencia de un cierto capital institucional -ejemplificado en el título habilitante- comenzó a ser cuestionada. Por ejemplo, en los últimos años se ha introducido en América Latina la discusión sobre las carreras docentes, en cuyo marco se tensiona la idea de que sea el título y la antigüedad -es decir, la acumulación de experiencia reconocida bajo la forma del “ascenso” y de aumentos de salarios- la forma principal del reconocimiento de la trayectoria profesional. Asistimos entonces a la intensificación de los requisitos de capacitación y de actualización profesional y, más recientemente, a las propuestas que insisten en la necesidad de que los docentes se sometan a evaluaciones periódicas. En la misma línea se encuentra la tendencia a asociar carreras docentes a los resultados en los aprendizajes de los alumnos. La autoridad vitalicia que se consolidaba e incrementaba por el paso del tiempo es suplantada por una noción de autoridad que debe ser validada y renovada periódicamente, lo que en algunas propuestas implica someterla a criterios externos como es el cumplimiento de “estándares” para los docentes y para los alumnos. 


Ninguna de estas dos respuestas nos convencen. En debate a la vez con la concepción “natural” de la autoridad y con aquellas que provienen del neoliberalismo y sus discursos asociados basados en la “atención de los intereses de los alumnos” y la “satisfacción de las demandas de la comunidad”, proponemos nuevas formas de autoridad docente que se piensen como forma de autorización. El docente debe hacerse cargo de su ineludible ejercicio de autoridad para la concreción del acto educativo, y la escuela debe volverse un lugar autorizado pero no autoritario que no disuelva las asimetrías sino que las vuelva motor de trabajo, y las ponga en diálogo y fricción con las otras formas de relación (igualdad, diferencia, autonomía) entre alumnos y maestros. creemos que el docente debe ser alguien que se sienta autorizado a serlo, y como tal, sentirse capaz a su vez a autorizarles mundos a sus alumnos.


De acuerdo a esto, como sostiene el epígrafe de Steiner, la mejor forma de autorización es la que se desprende de creer que el acto educativo vale la pena, y que puede inaugurar condiciones inesperadas. Así, si en las primeras clases es lícito que el docente determine qué enseñar en uso de su autoridad pedagógica, debe ser un fuerte objetivo que a lo largo del desarrollo del curso se expliquen los porqués, y a su vez aceptar que los alumnos pueden comprenderlos, pero no necesariamente compartirlos. Y que también, en este último caso, no necesariamente el docente debe modificarlos. En ese juego irreductible de posiciones y sujetos, los habremos autorizado a crecer. Y lo habremos hecho nosotros también.








Este artículo fue extraído de la siguiente revista. Me pareció muy interesante compartirlo.

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